La Batalla de San Quintín se convirtió en un punto de inflexión histórico, marcando una derrota devastadora para los franceses y diezmando su nobleza guerrera. Para Felipe II, en cambio, representó el comienzo de un reinado triunfal. Tan significativa fue esta victoria que Felipe II decidió erigir el majestuoso Monasterio de El Escorial como testimonio duradero de este crucial evento militar.
En el año 1556 se desató un conflicto trascendental entre España y Francia, retomando las hostilidades que habían caracterizado los reinados de Carlos V y Francisco I. Bajo la égida de sus sucesores,
Felipe II y Enrique II, la guerra se expandió desde Italia hasta los Pirineos, abarcando el norte de Francia y las provincias de los Países Bajos. En este escenario tumultuoso, se libró una batalla que se convertiría en un hito fundamental: la Batalla de San Quintín.
En julio de 1557, cuarenta y dos mil hombres, liderados por el joven y hábil duque de Saboya, cruzaron la frontera francesa. Este ejército internacional, compuesto por españoles, italianos, alemanes, borgoñones, saboyanos, húngaros y flamencos, estaba destinado a desencadenar una serie de eventos que sellarían la reputación de los
Tercios Españoles.
El objetivo estratégico era invadir la Champaña desde Flandes y ocupar una plaza fuerte. El duque de Saboya, ante la imponente fortificación de Rocroi, decidió cambiar de objetivo y, con astucia, asedió el estratégico enclave de Saint-Quentin a orillas del río Somme. Este asedio marcó el comienzo de una de las batallas más célebres de la historia militar española.
Mientras tanto, el ejército francés, al mando del condestable Anne de Montmorency, había seguido de cerca las movimientos enemigos. Montmorency, veterano de mil batallas, esperaba el momento adecuado para atacar y revertir la situación a su favor. Sin embargo, la astucia del duque de Saboya cambió el curso de los acontecimientos.
En la madrugada del 3 de agosto, el duque de Saboya sorprendió a los franceses atacando Saint-Quentin antes de que pudieran reforzar sus defensas. La batalla que siguió fue intensa y estratégica. Los franceses, intentando romper el cerco, se vieron sorprendidos por el astuto movimiento del duque de Saboya, que había previsto cada paso del enemigo.
La infantería del duque de Saboya cruzó el río de manera sigilosa, mientras la caballería flamenca bloqueaba el camino al ejército francés. La batalla se libró con ferocidad, y la victoria finalmente se decantó hacia los
Tercios Españoles y sus aliados. La batalla de San Quintín resultó en una aplastante derrota para los franceses, con Montmorency capturado y una gran parte de su ejército aniquilado.
La toma de San Quintín el 27 de agosto fue un episodio desgarrador. La ciudad fue saqueada como castigo por su resistencia, y la crueldad demostrada por algunos contingentes alemanes al servicio de
Felipe II dejó una huella sombría en la memoria de aquellos días. La victoria en San Quintín marcó un momento cumbre para
Felipe II, consolidando su posición como líder militar y político.
Aunque la prudencia llevó a
Felipe II a no marchar sobre París, la guerra continuó en 1558 con nuevas victorias españolas, incluida la Batalla de Gravelinas. Finalmente, en abril de 1559, se firmó la paz de Cateau-Cambrésis, un tratado que consagró el esplendor del Imperio español y aseguró el matrimonio de
Felipe II con Isabel de Valois, hija de Enrique II.
La Batalla de San Quintín no solo selló el destino de una ciudad y definió la
grandeza militar de España, sino que también dejó una huella indeleble en la historia europea del siglo XVI.
La Batalla de San Quintín. Luca Giordano. Museo del Prado.
Rendición del ejército francés en San Quintín. Luca Giordano. Museo del Prado.